22 de enero de 2011

Crónica de un fracaso

Si hay algo más humillante que quedar con un personaje para entrevistarle y llegar borracha es quedar con un personaje para entrevistarle, llegar borracha, echar la pota en un parterre de Lavapiés, hacerlo ante los ojos testigos de un compañero de curro y no acordarse de nada al día siguiente. Todo eso podría haber ocurrido ayer, aunque, como ya sabréis los fans del mejillón, lo que aquí se cuenta es pura inventiva de estas mentes burguesas degeneradas.

Pues eso. Pongamos que ayer tenía que entrevistar a un Trueba, que el Trueba en cuestión había sido encantador conmigo y había quedado un día después de llamarle gracias, en parte, a una mediación amiga, que yo estaba contenta porque iba a ser una entrevista en la que podía estar relajada y charlar tranquilamente sin este miedo a algunos personajes que van de listos y te pueden poner cara de qué coño me estás preguntando… Así de contenta se planteaba ayer mi tarde cuando se cruzó en mi camino A.

Lo que parecía una inocente comida de amigas –así me lo hizo ver la artífice de mi desgracia- acabó en un jolgorio de pacharanes que parecían inofensivos e inocentes y no lo eran. El primero de ellos fue ingerido a las 16:00 horas. Con la prudencia y profesionalidad que me caracterizan y consciente de mi baja tolerancia a la endrina, advertí a mi amiga: “Como son las cuatro, me da tiempo a que se me baje para la entrevista”. Sin embargo, después de uno vino otro, se hizo de noche en una terraza en un día en que las temperaturas bajaban y bajaban y, pobre de mí, muerta de frío seguí pidiendo pacharanes, de dos en dos, ante la mirada impávida de mi amiga. Nos dieron las cinco, la seis, la siete. Creo recordar que suplicamos al camarero que nos invitase a la última, y es posible que accediera. Había que irse. En el camino a Lavapiés yo pedía pilas para mi grabadora. Parece ser que las compramos (ya que hay un paquete en mi bolso), y parece ser que llegamos a la cita porque recuerdo un fotógrafo interrumpiendo la entrevista, un chico que respondía a preguntas –que no hacía yo, que me había hecho invisible acurrucada en un taburete-. Luego, nada.

Todo indica que tras terminar la entrevista nos dirigimos a la Tabacalera. En la puerta de entrada, varias fotos registradas en mi cámara con diversos mozos atestiguan que mi belleza natural se impuso a mi aliento de recién vomitada. Luego logramos encontrar a mi medio mejillón en el Molino Rojo y juntas todas emprendimos el camino a casa de nuestra amiga T, no sin antes observar cómo A. ponía a prueba su resistencia al fuego.

De camino a casa de T. nos encontramos con el perro de Antonio Xoubanova, que había ido al Opencor. En casa de T. pedí comida, me la dieron. Pedí agua, y más agua, y me la dieron. Tuve el honor de conocer a La Típica Mamarracha y de quitarle la manta a J., que pronto caería dormido en el sofá. Luego, mientras A. nos torturaba cantando canciones de Los Suaves fui recuperando la consciencia y dándome cuenta de la gravedad del asunto. Mi profesionalidad se había diluido en unos cuantos pacharanes. Mi ascendente carrera había quedado comprometida en unas horas de desenfreno.

Me hice la dormida y conseguí librarme de mis amigas refugiándome entres los muelles certeros de un sofá cama. Todo parecía ir bien hasta que… Una inquilina del piso apareció con un maromo. Luces, música. Al otro lado de la puerta, los recién llegados cantaban y hablaban de rayas mientras el Mejillón, horrorizado, tramaba la huida. De repente, la música dejó de sonar y fe sustituida por jadeos. Fue en ese momento cuando, a toda prisa, plegamos el sofá cama. De repente, cuando casi habíamos conseguido recoger todas nuestras cosas, una llamada de móvil interrumpe los jadeos. Paralizados en el salón de la casa, esperamos a que acabe la conversación -“no estamos haciendo nada, solo estamos hablando”, se oye, antes de continuar los jadeos- para salir corriendo.

Un café y una napolitana en Atocha nos devuelven a la realidad. Una realidad de horror y espanto, y con muchas incógnitas: ¿por qué A. quiere hundir mi carrera? ¿Cuántas horas se puede aguantar en un sofá cama sin que los muelles de atraviesen las costillas? ¿Qué se esconde detrás de La Típica Mamarracha? ¿Dónde durmió J.? ¿Por qué sólo ella jadeaba? Y, lo más importante, ¿cómo escribo yo ahora mi contraportada?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mucho olfato profesional, mejor el pacharán que todos los Trueba juntos, no hay color.